Mi mente y alma regresan por un instante a esas calles empedradas de San Miguel de Allende donde serpentean y se deslizan entre edificaciones de colores brillantes, azoteas con siluetas en movimiento y música vibrante que invitan a unirse a su cadencia de vibraciones altīsimas.
Turistas ausentes de premura conversan en cada esquina recordándome que este pueblo mágico existe para trascender esta vida terrenal y pasajera; un niño abstraído de su entorno juega con una cometa a la sombra de la impresionante Parroquia de San Miguel Arcangel. Continúo mi viaje observando cada detalle a mi paso y no dejo de percibir sensaciones de placer y libertad conforme avanzo a lo largo de sus intrincadas callecitas.
De repente la observo a lo lejos, ella yace sentada en las afueras de una tiendita de “souvenirs” con su vistosa enagua de color rosa profundo y su cesta cubierta de muñequitos de colores. Tal parece no estar apercibida de mi presencia, así que de inmediato le estampo una fotografía un tanto indiscreta; ella se inmuta y yo continúo mi recorrido.
Al dar la vuelta en la esquina de la Calle Canal me encuentro -sin previo aviso- con un espectacular atardecer adornado por una bandada de palomas que volando suavemente sobre el ocaso hacen alarde y protagonismo de este momento perfecto.
Quise detener el tiempo para que mis sentidos y mi mente lo preservaran por siempre; recurrí a la fotografía como testigo único de que este momento realmente existió. Sin embargo, todavía hoy cierro mis ojos y atrapo con el poder del alma esa sensación de libertad que sólo me brinda este viaje ligero.
El Camino de la Simpleza.
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